Esta semana se celebra la Semana Mundial de la Lactancia Materna. Aunque en España tradicionalmente se celebra en octubre, es en agosto cuando se mueve todo a nivel internacional. Con este post quiero sumarme al
carnaval bloguero que se está celebrando con este motivo.
Además de ser la SMLM, es el tercer cumpleaños de mi hijo pequeño. Y tres años de lactancia materna. La nuestra es una historia peculiar, en teoría una lactancia "imposible". Yo sé que nunca podré tener una lactancia normal y corriente, como las demás, pero hemos hecho que funcione. ¿y hasta cuándo? Pues hasta que nos siga apeteciendo a ambos.
En estos años me ha cambiado mucho la manera en la que veo la maternidad, la manera en que me veo a mi misma (no solo como madre, sino también como mujer), y la manera en que veo al resto de madres. Hace ya un par de años que me formo en este tema, y hago trabajos voluntarios de asesora de lactancia, tanto en mi grupo de apoyo (Huelva Lacta), como en la maternidad de mi hospital. He aprendido mucho, he ganado en humildad, en que la información no es lo más importante (sino el apoyo), que es más importante escuchar que que te escuchen, y lo diferente que puede ser una experiencia cuando tienes un poco de ayuda.
"Resulta raro escribir una experiencia cuando todavía está pasando, y
cuando aún queda mucho por pasar… Así que no os voy a contar la
historia de mi lactancia, sino que os voy a contar cómo superamos las
dificultades que tuvimos.
Soy una madre muy joven. Me quedé embarazada con
solo 16 añitos, y tuve a mi primera hija, Marta, a los 17. Tuve mucha
suerte en lo que a apoyos se refiere,
no fue una situación nada “traumática” como son muchos embarazos adolescentes, yo era una chica muy madura… Pero por muy madura que fuera, era poco más que una niña. Recuerdo llorar como una magdalena cuando
le di el pecho a Marta por primera vez, y ella me miró con esos grandes ojos negros...
Fue la experiencia más maravillosa de mi vida. En un instante entendí
muchas cosas, entendí lo que significaba el amor incondicional, lo que
significaba ser madre y lo que significaba ser mujer… Pero no era más
que una niña. Cuando al día siguiente le comenté al ginecólogo que tenía
problemas para que se enganchara, me dio directamente las pastillas. Me
dijo que tenía mucha cantidad de pecho, y que por eso le costaba
engancharse, y que cuando me
subiera la leche,
unido al tamaño de mis mamas y al parto, iba a acabar con la espalda
fatal… Además, ¡dos semanas después tenía que hacer selectividad! Y yo
le hice caso y me tomé las pastillas.
No quiero justificarme, sino explicar de dónde vengo.
Un año después de parir, me sometí a una operación de reducción
mamaria. Era muy joven y tenía mucho pecho. Mi espalda se resentía y me
lo recomendaron los médicos. Me dijeron que puede que tuviera problemas
para dar el pecho en un futuro, o que quizás no tuviese ningún problema
en absoluto. Honestamente, en ese momento no era algo que me preocupara.
Cuando Marta tenía seis años, nació Carlos. Esta vez era un bebé muy
buscado y deseado, y aunque sigo siendo muy joven, no es lo mismo ser
madre con 17 que con 23. Desde antes de quedarme embarazada, tenía muy claro que quería dar de mamar.
Cada vez que pensaba en ello, recordaba los ojos negros de mi hija
mientras le di por mamar de primera vez. Quería eso, lo tenía muy claro,
lo que no tenía muy claro es si podría.
Fui a hablar con el cirujano que me operó (amigo de la familia) y
me animó a intentarlo,
me dijo que no debía tener problemas para lactar, por el tipo de
operación que mi hicieron, pero que la única manera de saberlo era
intentándolo… La verdad es que me animó mucho, y pensé que sí que sería
capaz. Yo pensaba que el único problema que podría haber es que mis
conductos estuviesen seccionados, la leche no fuese capaz de salir y me
provocase una
mastitis.
Cuando fue pasando el tiempo y fui viendo cómo aparecía un poco de
calostro en mis pezones, me llené de alegría: ¡mis conductos no estaban
seccionados! Estaba claro que ese calostro había tenido que salir de
algún sitio. Eso me convenció de que sí que podía. No entendía que una
reducción mamaria podía afectar a otros aspectos mucho más complejos que
los conductos seccionados.
Empecé a ilusionarme mucho con el tema. Leí Un regalo para toda la vida,
de Carlos González; acudí religiosamente a mis clases de educación
maternal donde nos hablaban de la lactancia, y gracias a mi matrona
contacté con un grupo de apoyo a la lactancia en mi
ciudad: Huelva Lacta. Empecé a asistir a las reuniones al final de mi
embarazo, y compartí mis inseguridades y miedos, pero también me dijeron
que podría dar de mamar. Con toda esta información llegué a mi parto
convencida de que no tendría ningún problema, confiando en mi cuerpo, en la naturaleza humana, y en mi hijo.
Seguramente cualquier mujer que haya pasado por eso puede entender lo
que sentí la primera vez que me puse a mi hijo al pecho, en el
paritorio, mientras besaba sus deditos diminutos, sintiéndome la mujer
más poderosa y feliz del mundo. Estaba tan segura de que podría dar el
pecho, que ni siquiera tuve las inseguridades típicas de cualquier madre
reciente. Me sabía toda la teoría, me había informado lo más posible, y
no pensaba dejar que nadie e convenciera de que no podía dar el pecho.
Disfruté mucho de la lactancia los primeros días, a pesar de las
grietas, de la subida de leche… Me daba igual. ¡Estaba dando el pecho! Y
tenía toda la confianza del mundo en que todo iría bien. A la semana le
pesé, y había perdido casi 200gr. peso (pero le pesé vestido y en una
báscula distinta). Sabía que era una pérdida fisiológica, que era
normal, y tampoco había perdido TANTO. Yo seguí dando el pecho a
demanda, que era básicamente 24h al día, sin parar casi. Cuando hizo dos
semanas, me acerqué a la pediatra porque tenía un ojito regular, y la
pediatra (era una sustituta) decidió pesarle “para ver qué tal iba”.
Bueno, pues seguía bastante por debajo del peso de nacimiento… Decidió
dar una semana de márgen para ver cómo evolucionaba (ya que todos los
pesos fueron tomados en básculas distintas). Me dio también unos
consejos “estupendos”, como que le diera 10 minutos de cada pecho cada 3
horas (porque si no “le entraba aire”) y cosas así; realmente no
entendía cómo iba a ayudar darle menos el pecho… Si quería que engordase
lo lógico sería darle más a menudo, no menos. Salí de la consulta casi
indignada; estaba tan convencida de que todo iba bien, que pensaba que
la pediatra quería “robarme” mi lactancia.
Pero realmente no estaba
viendo (o no quería ver) los signos de alarma. Mi hijo había empezado a
dormir más… De hecho dormía mucho. Había que despertarle para que
comiera, mamaba dos minutos y se volvía a quedar dormido 4 o 5 horas si
no le despertabas. Además, no tragaba. No tenía niños cerca que mamasen,
así que realmente no sabía cómo mamaban los bebés; pero en internet (en la página web del doctor Jack Newman), pude ver vídeos de niños que mamaban bien y niños que no. Me di cuenta de que algo fallaba, que el niño no mamaba bien. Esa semana fue de locura: estaba TAN contenta con la lactancia que me daba pánico perderlo.
Así fue como empezó mi lucha. Tenía el número de teléfono de Carmen,
la matrona que coordinaba el grupo de lactancia de mi ciudad. Me dio
unos consejos y apoyo, y me ofreció un relactador por si hiciera falta. Comencé a investigar, porque no entendía cuál era el problema,
y sin saber cuál era el problema no podía poner una solución.
Investigando sobre la lactancia después de reducción de mama, descubrí
que las ideas que tenía estaban equivocadas: el gran problema de las
operaciones de reducción no era el corte de los conductos (de hecho
muchos conductos cortados vuelven a unirse), sino que al eliminar tanto tejido, la sensibilidad del pecho cambia, y el estímulo del bebé no es suficiente.
Estaba deshecha: al final era cierto que no podría dar el pecho. Se me
vino el mundo encima y comencé a obsesionarme. Pesaba prácticamente a
diario al niño y claro, los resultados no eran buenos. Empecé a sacarme
leche (manualmente) después de cada toma, y a despertarle cada dos horas
para mamar. Cada vez dormía más y era más difícil despertarle. Hablé con otra matrona de mi grupo de lactancia que me dio también mucho apoyo, me contó su experiencia personal y me consigió el relactador, porque era más que probable que fuera a necesitarlo. Agradecí mucho que me preguntara MIS impresiones y qué era lo que YO pensaba y quería hacer.
Cuando a la semana volví al pediatra, solo había cogido 40gr. y aún
seguía por debajo del peso de naciminto (y ya tenía 3 semanas). La
pediatra me recomendó darle “una ayudita” (odio ese término) después de
cada toma de pecho.
Salí de la consulta completamente desolada, pensaba que era el final.
Eran las 14h, y pensé en esperar a que abriera la farmacia para comprar
la leche. Compraría leche artificial y se la daría con el relactador,
después del pecho, y después de eso me sacaría leche. Ese era mi plan.El
niño al poco de salir de la consulta se despertó, me lo puse al pecho y
se quedó dormido al momento. Esta vez era imposible despertarlo: le
hice cosquillas, le cambié el pañal y la ropa, le bañé… ¡incluso le pasé
un hielo por los pies! Y nada funcionaba. ¡Me puse histérica! Cogí un
biberón y le di (dormido) la poca leche que había conseguido extraerme
manualmente esos días, y se lo tomó rápidamnte. Seguía con el miedo
metido en el cuerpo y fui al centro de salud a hablar con mi matrona. Me
puse a llorar al poco de entrar en la consulta. Me ofreció cariño y consuelo, y un sacaleches eléctrico
con el que poder estimularme mejor que manualmente (que no me apañaba
muy bien). Le expliqué mi plan: teta, relactador y sacaleches, y me advirtió que sería duro y que sólo yo sabría si me merecía la pena… Pero me apoyaba. También me
apoyaban y me ayudaban varias asesoras de lactancia vía on-line
(gracias Laura y Patricia), y me ayudaron mucho a entender qué pasaba,
qué podía hacer y por qué merecía la pena.

Empecé
a darle un suplemento después de cada toma de pecho; a veces con la
leche que me sacaba, y cuando no llegaba, de leche artificial. Me sentía
culpable por cada mililitro de sucedáneo que le daba. Había leído mil
veces que cuando empiezan las “ayuditas” se acaba la lactancia, y no
quería eso. La situación era la siguiente: cada dos horas o así me lo
ponía al pecho, estaba casi una hora mamando (se quedaba dormido mucho),
luego le daba leche con el relactador (que tardaba un buen rato) y
después de eso me sacaba leche… Pero claro, para cuando terminaba de
sacarme leche, ya tenía que darle el pecho otra vez. No tenía vida, no
podía salir a la calle ni hacer nada. Estaba tan obsesionada con el tema
que llevaba un registro de cada toma que hacía, la hora, cuánto
suplemento tomaba, si era LA o LM y cuántos ml me sacaba con el
sacaleches. Había días en los que me sacaba hasta 12 veces. Tomaba
galactógogos, como el fenogreco o la domperidona, con el visto bueno de
mi médico de cabecera, claro. Básicamente estaba relactando, pero sin
relactar. Esa semana cogió 350gr. Por lo menos tenía la tranquilidad de
que el niño estaba bien, y pese a todo, mi pediatra me aseguraba que el
estado físico del niño era envidiable.
Estuve así varias semanas, y mi producción no aumentaba, ni con los
galactógogos, ni con sacaleches ni con nada. La situación era muy
frustrante, porque estaba haciendo todo lo que estaba en mis manos, y
nada funcionaba. Hay mujeres que consiguen relactar completamente en el
tiempo que yo llevaba intentando aumentar mi producción. Además, no
entendía por qué mi hijo tardaba tanto en mamar ¡con relactador! Estaba
claro que la reducción mamaria no era el único problema que había.
Gracias a las IBCLCs Patricia López y Laura Villanueva, y al Dr. Briz, dieron con que mi hijo tenía frenillo, tipo III.
Y además, casi en el mismo día, mi médico de cabecera me dio los
resultados de unos análisis de sangre en los que se veía que tenía la
TSH bastante alta (hipotiroidismo), que sabía que podía causar
hipogalactia (poca leche). Los médicos me dijeron abiertamente que, en
estas condiciones, sería prácticamente imposible que diera el pecho.
Se me vino el mundo encima y acudí a mi grupo de apoyo. Allí saqué todo lo que llevaba dentro y lloré mucho. Ahora casi me da vergüenza reconocerlo, pero así fue.
En mi entorno no tenía a nadie con quien hablar realmente de estas cosas.
Mi marido me apoyaba y me ayudaba en todo lo posible, pero tampoco
tenía los conocimientos necesarios sobre lactancia ni la experiencia
necesaria para ayudarme.
En mi grupo me escucharon y me apoyaron, y me dieron grandes consejos.
Había una chica, Cinta, que también había tenido que pasar por lo mismo
que yo; ella tuvo una lactancia mixta con relactador por culpa de un
frenillo submucoso diagnosticado demasiado tarde. Ella me recomendó que
cambiara el chip, que disfrutara de la lactancia y me sintiera orgullosa por cada día que conseguía seguir con él al pecho. Pero la verdad es que a mí me daba mucho miedo, y veía que el final estaba cerca.
Decidí que si me quedaba tan poco tiempo de lactancia, no quería
perder el tiempo con sacaleches y agobios. Le haría caso a Cinta, y me
tomaría las cosas con otra filosofía. Dejé el sacaleches
progresivamente, los galactógogos, y lo único que hacía era darle el pecho siempre que él quisiera,
y después toda la leche que quisiera en el relactador, para asegurarme
de que no se quedaba con hambre. No me había rendido, no me gusta
pensarlo así, pero había decidido disfrutar del proceso. Mi objetivo ya no era conseguir una lactancia materna exclusiva, sino no destetar.
Y así fue pasando el tiempo, una semana y otra, un mes y otro… Tuve que
“reconciliarme” con mi cuerpo, con mi lactancia, con la naturaleza…
Dejé de sentir que “traicionaba” de alguna manera a mi hijo cuando le
daba leche artificial. En este proceso, ambos necesitamos estar lo más
cerca posible. Me ayudó muchísimo portearle, sentirle cerca y poder dar el pecho siempre que él quisiera; así como colechar, dormir abrazados y con acceso a mi pecho.
Poco a poco, aunque tomara bastante leche artificial, la lactancia fue
convirtiéndose en algo más natural, espontáneo y feliz de lo que nunca
imaginé.

Poco antes de los 6 meses, mi hijo tomaba al menos 5 suplementos al día de 120 ml cada uno, con el relactador, y
toda la teta que quisiese, por supuesto.
Empezamos a introducir la alimentación complementaria. En nuestro caso,
optamos por el Baby Led Weaning, que es la alimentación complementaria
dirigida por el bebé, sin papillas. Básicamente se trataba de que fuese
el niño el que participase en la comida de la casa, que se sentara con
nosotros a la mesa y comiera con nosotros, que coma él solo con sus
manos, cómo y cuanto él quisiera. Se trataba de que experimentase con la
comida, que su acercamiento a ella fuese positivo, de juego, de
descubrimiento, de aprendizaje. Por supuesto, introdujimos los alimentos
de uno en uno, dejando margen entre ellos, y le dábamos solo cosas que
fuesen adecuadas para él. Por ejemplo, le dábamos verdura en bastones
cocida o al vapor, y él la cogía con sus manitas y se la comía. Lo que
más me convencía de este método es que es “a demanda”, y yo me sentía
mucho más tranquila así. Me parece tan importante la lactancia a demanda
como la alimentación complementaria a demanda. Así que eso hice:
comencé a sentar al niño con nosotros a la hora de comer, y le ponía
algo de comida por delante.
Antes de darle AC siempre le daba el pecho y el relactador, porque esa era y debía ser la base de su alimentación.
Descubrí con gran alegría que tenía entre manos a un comilón, y le
veía disfrutar experimentando y comiendo cada cosa. Descubrí que, poco a
poco, fue “regulándose” en las horas, porque empezó a pedir pecho y
relactador más o menos a las mismas horas siempre. Supongo que al
sentarle con nosotros en la mesa, fue estableciendo él solo unos
patrones de rutina él solito. Con el tiempo, fue dejándose cada vez más
leche en los relactadores… Suponía que, como iba comiendo más y más
alimentación complementaria, cada vez iba necesitando menos leche
artificial. Llegó un momento en el que empezó a quitar tomas. Hubo una
semana entera en la que se negaba a tomar dos suplementos enteros, así
que dejé de dárselos… Semana tras semana fui observando (porque me he
dado cuenta de que en este proceso no he sido más que una observadora)
que sus necesidades de leche artificial se habían reducido tanto que, en
un momento, al poco de cumplir 8 meses, simplemente no quiso más LA. Fue un proceso tan natural, que aún me maravillo de pensarlo.
El tiempo que llevamos sin leche artificial ha sido maravilloso, y espero que la lactancia dure todo el tiempo que quiera mi hijo.
Cuando echo la vista atrás, creo que no habría sido posible sin el
apoyo de mucha gente, sin mi grupo de lactancia, sin mi marido y mi hija
mayor, que tanto me ayudaron en el proceso. Creo que el “clan”
es importantísimo para que funcione una lactancia, conocer a otras
madres que den el pecho y que pueden entender qué está pasando. Por eso
quiero dar un gran GRACIAS a toda la comunidad que soporta y apoya la
lactancia, porque sin todos vosotros, mi lactancia y otras muchas se
hubiesen ido al traste; y quiero agradecéroslo de parte del que está más feliz en todo esto: mi hijo."
Espero que os haya gustado :)
Y os dejo con una fotillo más actual. Como siempre digo: si esto te escandaliza, háztelo mirar